La más sencilla recomendación de los expertos para lograr una mancuerna perfecta entre la comida y el vino, es tener siempre en mente lo siguiente:
“Grande con grande, humilde con humilde” y “Delicado con delicado, fuerte con fuerte”
Es decir, si nuestro platillo es algo tan sencillo como un panini o una hamburguesa por ejemplo, tendremos que pensar que no es necesario echar mano de un vino caro para acompañarlo; sin embargo, cuando tenemos frente un corte fino, bien vale la pena descorchar ese vino de reserva que tenemos guardado para una ocasión especial.
Por otro lado, si estamos hablando de un platillo fuerte, condimentado o salado, entonces no podemos combinarlo con un vino con tonos delicados que al final se perderá en tu paladar, un Shiraz sería la mancuerna perfecta para este tipo de platillos.
Otro punto a considerar sería la flexibilidad del vino en cuestión, aquéllos cuya acidez es alta te permiten intercalar un bocado de comida con un sorbo de vino pues te dan el balance perfecto entre ambos. El Chianti y el Sauvignon Blanc poseen esta virtud.
Los vinos afrutados van perfectos con los platillos dulces, de igual manera, el contraste salado-dulce también es una buena combinación, esta es una costumbre de los europeos que disfrutan el combinar un queso fuerte y salado con un buen vino afrutado.
Ahora que, si el plato en cuestión está cargado de grasa animal, mantequilla o crema, entonces la elección debe estar entre un vino intenso, estructurado y concentrado como un buen Merlot.